Jueves, 28 Marzo 2024
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Haneke: cine y bisturí

Michael Haneke es un creador que enaltece el cine. Se trata de uno de esos directores que transcienden el arte que practican hasta hacerlo suyo. Quizás por eso su cine sea considerado de autor, quizás por eso él mismo haya reclamado recientemente esa categoría, quizás por eso ha sido galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de las Artes. Amor, su última película, abordaba un tema nuevo para el cineasta alemán al poner su mirada sobre los sentimientos maritales de dos ancianos. Sin embargo, la realidad sigue chocando en la pantalla porque Haneke no ha olvidado diseccionarla con su bisturí, tal y como lleva haciendo desde hace más de veinte años.

Si uno revisa el horizonte cinematográfico, aunque sea echando un ligero vistazo, descubrirá fácilmente a una especie de director que hace Cine con el fin de explorar sus caminos y ampliar las posibilidades artísticas que ofrece: Ingmar Bergman, Michelangelo Antonioni, Andrei Tarkovski o Bela Tarr son algunos de ellos. Al mismo tiempo, existe una raza de artistas que, dotados de una mirada extraordinaria y analítica, consiguen poner de manifiesto que la realidad no es un lugar tan aparente como se cree: basta pensar, por ejemplo, en Franz Kafka, en J. S. Bach o en Francisco de Goya. Michael Haneke pertenece, sin lugar a dudas, a ambos grupos. Haneke quiebra los límites convencionales del Cine, como antes lo habían hecho los directores citados más arriba, mientras escruta la realidad para ponernos a la vista lo que subyace, aquello que tantos de nosotros estamos negados a ver. Comienzo tardío - Nunca tuvo prisa por demostrar su talento. Haneke llegó al cine con cuarenta y siete años, y lo hizo atravesando la conciencia de la clase media con El séptimo continente, la primera película de lo que posteriormente se llamó la ‘Trilogía de la violencia moderna’, también conocida como ‘de la glaciación emocional’. Significativa asociación de significados, ¿no les parece? Los estrenos de El vídeo de Benny y 71 fragmentos de una cronología del azar provocaron que los comentarios sobre un alemán afincado en Austria comenzaran a llamar la atención en torno a su obra, una obra que irritaba al espectador por su contundencia y su capacidad para señalarnos como involuntarios protagonistas de sus películas. En una de las primeras proyecciones de estos trabajos iniciales una mujer se levantó y se dirigió hacia él indignada: “¿Austria es realmente así?”. Sin embargo, Haneke no hablaba de Austria, sino de todo el mundo desarrollado. La violencia - A pesar de sus dotes artísticas como director, lo que más llamaba la atención del público era la violencia. No obstante, su condición de antiguo estudiante de Filosofía no iba a permitirle poner en práctica un tratamiento banal o morboso de la misma. A su juicio el espectador es cómplice de la violencia cotidiana por su pasividad, esa indolencia que nos invade cada día frente a los medios de comunicación, incluido el Cine actual. Por eso en las dos versiones de Funny games la apelación al público es chocante por su intencionalidad: Haneke nos hace partícipes de la barbarie a la que estamos asistiendo cuando sus personajes miran a la cámara e interaccionan con nosotros. Una lectura incorrecta de este aspecto de su cine le ha servido para ser considerado como un director “especialista en violencia” (en sus propias palabras), lo cual significa caer en una etiqueta equívocamente reduccionista, porque Haneke estalla la conciencia del espectador con frialdad y respeto, nunca con gratuidad. Realidad y bisturí - Bajo la estética de la violencia se escondía una lectura dolorosa y lúcida de la realidad, como demostraría en Código desconocido, donde nos alerta sobre el autoritarismo invisible de nuestra convivencia; o en La pianista, en la que Isabelle Huppert encarna las desviaciones que un sistema aparentemente “tolerante” y “democrático” puede provocar en un ser humano. Después de continuar indagando en la oscuridad del alma humana con El tiempo del lobo y Caché, La cinta blanca le reportó su primera Palma de Oro, un film que analizaba la aparición de los demonios que décadas más tarde darían lugar a la aparición del nazismo. En aquel momento, críticos como Carlos Boyero y Antonio Weinrichter hablaron del ‘bisturí’ con el que Haneke parecía haber sustituido su cámara. Ese mismo instrumento aparece de nuevo en Amor, la película que le ha servido para revalidar premio en Cannes, y que vuelve a diseccionar las emociones humanas; no de un modo banal o morboso, sino con el mismo respeto que le merece la violencia. Decía el profesor universitario Juan A. Hernández Les: “Haneke estimula la inteligencia del espectador”. A la industria norteamericana le ha costado casi un cuarto de siglo reconocerlo, pero en febrero Haneke tuvo cuatro posibilidades de subir al altar de Hollywood, levantando finalmente el Óscar a la Mejor película de habla no inglesa. En España no fuimos mucho más rápidos: el Círculo de Bellas Artes le galardonó justo antes de tomar el vuelo hacia Los Ángeles aprovechando su presencia para dirigir la ópera Cosi fan tutte, y casi tres meses más tarde al maestro austriaco le ha sido concedido el Premio Príncipe de Asturias de las Artes, acompañando a Woody Allen, Pedro Almodóvar, Luis García Berlanga y Fernando Fernán Gómez, quienes lo habían recibido previamente. El premio hace justicia a la trayectoria tardía, en arranque y reconocimiento, de un “autor” (como él mismo reivindicaba recientemente), que a fuerza de diseccionar la realidad nos ha mostrado un nuevo y espléndido modo de mirar el mundo: su Cine. Enhorabuena, Michael. Amour, de Michael Haneke estará en nuestro ciclo ¿Te la perdiste? del 21 al 27 de junio

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