Domingo, 28 Abril 2024
Club Renoir

Libros / 'Los chicos malos del barrio', la realidad de las bandas juveniles

Thriller de tintes policiacos, Los chicos malos del barrio es la ópera prima de Gavin Knight, un periodista que aprovecha las historias reales que ha investigado para su ficción y que ha conseguido con ésta ser finalista del prestigioso Premio Orwell este año.

En este libro, el autor viaja a tres ciudades diferentes –Manchester, Londres y Glasgow- y, a través de las historias que se desarrollan en ellas propone una reflexión acerca de la violencia, las bandas juveniles, la corrupción y las drogas. Todos los relatos están inspirados en casos reales que Knight ha investigado como reportero o que, incluso, ha vivido como experiencias propias. Son historias que subrayan las consecuencias de la falta de oportunidades para los jóvenes en algunos barrios deprimidos de las ciudades europeas. En Manchester presenta a Anders Svensson, un policía que ha convertido en una cuestión personal el detener a los capos de la droga que campan por las calles. En Londres, el personaje principal es Pilgrim, que se meterá en líos con las pandillas. Y en Glasgow está Karin, una detective que se da cuenta de que los números que aparecen en los informes oficiales no encajan con la violencia real que existe en las calles de la ciudad. Así, los personajes son jóvenes al margen del sistema, policías que luchan contra la delincuencia de las bandas sabiendo, sin embargo, que en algunos barrios no hay muchas más opciones para las generaciones jóvenes, y una persona, una mujer, que lucha con cambiar la situación, que se pelea contra el sistema para hacer que el mundo sea un poco mejor . Autor: Gavin Knight. Editorial: Suma de Letras. Páginas: 352   Un avance de las primeras líneas del libro: Capítulo I La Red Un pandillero de los Moss Side tirita de frío en su coche, que está aparcado a las puertas de la prisión de Strangeways. Ha recibido instrucciones de recoger a un antiguo miembro de la banda, Whippet, que recobra la libertad después de tres años encarcelado por tráfico de heroína y crack. Estamos en diciembre y nieva. La nieve empieza a cubrir el tejado de la torre de vigilancia que se erige sobre el norte de Manchester. El hombre limpia el vaho del interior del parabrisas con manos enguantadas y distingue a otro hombre que también espera: un grandullón de poco más de cuarenta años que lleva un polo negro de manga corta y está fumando. —¿No tienes frío? —le pregunta. El grandullón se vuelve y da una calada sin despegar los labios. —Soy medio noruego —responde con una sonrisa. Lleva la cabeza rapada, le faltan algunos dientes y los que  tiene lucen algunas manchas; es fornido, seguramente se machaca en el gimnasio. Termina el cigarrillo y desaparece en el interior del centro penitenciario. Cuando vuelve a salir, Whippet lo acompaña. El pandillero que está esperando toca el claxon para llamar su atención. Whippet vuelve la cabeza y sigue caminando. El grandullón le abre la puerta de su coche, luego sube él y sale pisando a fondo. Las ruedas hacen eses sobre la aguanieve que cubre la calzada. El coche recorre con rapidez la autopista de circunvalación y gira hacia el norte por la M6. Cada vez se divisan menos edificaciones. Avanza hacia Lancaster y Kendal en dirección a la frontera con Escocia. El grandullón, Anders Svensson, es detective de la policía desde hace veintitrés años. Sabe que su acompañante, Whippet, está preocupado, porque le oye murmurar algo para el cuello de su camisa y ve que se pasa la mano por la cabeza. Va peinado a lo Jamie Foxx, que es la moda. —No necesito niñeras —dice Whippet por fin sin apartar la vista de la carretera. Tuerce el gesto como si alguien tirase de su boca con un anzuelo—. Me respetan. Soy de fiar, de la vieja escuela. Svensson enciende otro cigarrillo sin decir nada. Ha investigado treinta asesinatos y se ocupa de las bandas del sur de Manchester desde hace tanto tiempo que ya no sabría diferenciar el trabajo del resto de su vida. Nota que Whippet se da golpecitos en el labio superior y que vuelve a mirar por el retrovisor. Como todos los expresidiarios, fanfarronea, pero está muerto de miedo.

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